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Primo de Rivera es de ese tipo de personajes que vive poco pero con intensidad. Notable pensador y activista español, muere fusilado muy joven, después de haber fundado la Falange Española. Sus ideas son ricas en filosofía y un sentido místico muy notable. Incomprendido por muchos de sus supuestos seguidores, y manipulada su imagen por el régimen autoritario franquista, rescatamos éstos textos para estudiarlo y conocer su visión. Hay puntos con los que disentimos, y así lo haremos saber. Ustedes opinen. ( Si UD quiere opinar, visite nuestro Foro México Trascendente)
Que asistimos al final de una época es cosa que ya casi nadie, como no sea por miras interesadas, se atreve a negar. Ha sido una época, esta que ahora agoniza, corta y brillante; su nacimiento se puede señalar en la tercera década de] siglo XVIII; su motor interno acaso se expresa con una palabra: el optimismo. El siglo XIX –desarrollado bajo las sombras tutelares de Snúth y Rousseau– creyó, en efecto, que dejando las cosas a si mismas producirían los resultados mejores, en lo económico y en lo político. Se esperaba que el libre cambio, la entrega de la economía a su espontaneidad, determinaría un bienestar indefinidamente creciente. Y se suponía que el liberalismo político, esto es, la derogación de toda norma que no fuere aceptada por el libre consenso de los más, acarrearía insospechadas venturas. Al principio los hechos parecieron dar la razón a tales vaticinios: el siglo XIX conoció uno de los periodos más enérgicos, alegres e interesantes de la Historia; pero esos periodos han sido conocidos, en esfera más reducida, por todos los que se han resuelto a derrochar una gran fortuna heredada. Para que el siglo XIX pudiera darse el gusto de echar los pies por alto fue preciso que siglos y siglos anteriores almacenasen reservas ingentes de disciplina, de abnegación y de orden. Acaso lo que se estime como gloria del siglo XIX sea, por el contrario, la póstuma exaltación de aquellos siglos que menos se parecieron al XIX, y sin los cuales el XIX no se hubiera podido dar el lujo de existir. Lo cierto es que el brillo magnífico del liberalismo político y económico duró poco tiempo. En lo político, aquella irreverencia a toda norma fija, aquella proclamación de la libertad de crítica sin linderos, vino a parar en que, al cabo de unos años, el mundo no creía en nada; ni siquiera en el propio liberalismo que le había enseñado a no creer. Y en lo económico, el soñado progreso indefinido volvió un día, inesperadamente, la cabeza y mostró un rostro crispado por los horrores de la proletarización de las masas, del cierre de las fábricas, de las cosechas tiradas al mar, del paro forzoso, del hambre. Así, al siglo XX, sobre todo a partir de la guerra, se le llenó el alma del amargo estupor de los desengaños. Los ídolos, otra vez escayola en las hornacinas, no le inspiraban fe ni respeto. Y, por otra parte, ¡es tan difícil, cuando ya se ha perdido la ingenuidad, volver a creer en Dios! * * * He aquí la tarea de nuestro tiempo: devolver a los hombres los sabores antiguos de la norma y del pan. Hacerles ver que la norma es mejor que el desenfreno; que hasta para desenfrenarse alguna vez hay que estar seguro de que es posible la vuelta a un asidero fijo. Y, por otra parte, en lo económico, volver a poner al hombre los pies sobre la Tierra, ligarle de una manera más profunda a sus cosas: al hogar en que vive y a la obra diaria de sus manos. ¿Se concibe forma más feroz de existencia que la del proletario que acaso vive durante cuatro lustros fabricando el mismo tornillo en la misma nave inmensa, sin ver jamás completo el artificio de que aquel tornillo va a formar parte y sin estar ligado a la fábrica más que por la inhumana frialdad de la nómina? Todas las juventudes conscientes de su responsabilidad se afanan en reajustar el mundo. Se afanan por el camino de la acción y, lo que importa más, por el camino del pensamiento, sin cuya constante vigilancia la acción es pura barbarie. Mal podríamos sustraernos a esa universal preocupación nosotros, los hombres españoles, cuya juventud vino a abrirse en las perplejidades de la trasguerra. Nuestra España se hallaba, por una parte, como a salvo de la crisis universal; por otra parte, como acongojada por una crisis propia, como ausente de sí misma por razones típicas de desarraigo que no eran las comunes al mundo. En la coyuntura, unos esperaban hallar el remedio echándolo todo a rodar. (Esto de querer echarlo todo a rodar, salga lo que salga, es una actitud característica de las épocas degeneradas; echarlo todo a rodar es más fácil que recoger los cabos sueltos, anudarlos, separar lo aprovechable de lo caduco... ¿No será la pereza la musa de muchas revoluciones?) Otros, con un candor risible, aconsejaban, a guisa de remedio, la vuelta pura y simple a las antiguas tradiciones, como si la tradición fuera un estado y no un proceso, y como si a los pueblos les fuera más fácil que a los hombres el milagro de andar hacia atrás y volver a la infancia. Entre una y otra de esas actitudes se nos ocurrió a algunos pensar si no sería posible lograr una síntesis de las dos cosas: de la revolución –no como pretexto para echarlo todo a rodar, sino como ocasión quirúrgica para volver a trazar todo con un pulso firme al servicio de una norma –y de la tradición– no como remedio, sino como sustancia; no con ánimo de copia de lo que hicieron los grandes antiguos, sino con ánimo de adivinación de lo que harían en nuestras circunstancias–. Fruto de esta inquietud de unos cuantos nació la Falange. Dudo que ningún movimiento político haya venido al mundo con un proceso interno de más austeridad, con una elaboración más severa y con más 'auténtico sacrificio por parte de sus fundadores, para los cuales –¿quién va a saberlo como yo?– pocas cosas resultan más amargas que tener que gritar en público y sufrir el rubor de las exhibiciones. * * * Pero como por el mundo circulaban tales y cuales modelos, y como uno de los rasgos característicos del español es su perfecto desinterés por entender al prójimo, nada pudo parecerse menos al sentido dramático de la Falange que las interpretaciones florecidas a su alrededor en mentes de amigos y enemigos. Desde los que, sin más ambages, nos suponían una organización encaminada a repartir estacazos, hasta los que, con más empaque intelectual, nos estimaban partidarios de la absorción del individuo por el Estado; desde los que nos odiaban como a representantes de la más negra reacción, hasta los que suponían querernos muchísimo para ver en nosotros una futura salvaguardia de sus digestiones, ¡cuánta estupidez no habrá tenido uno que leer y oír acerca de nuestro movimiento! En vano hemos recorrido España desgañitándonos en discursos; en vano hemos editado periódicos; el español, firme en sus primeras conclusiones infalibles, nos negaba, aun a título de limosna, lo que hubiéramos estimado más: un poco de atención. * * * Cierta mañana se me presentó en casa un hombre a quien no conocía: era Pérez de Cabo, el autor de las páginas que siguen a este prólogo. Sin más ni más me reveló que había escrito un libro sobre la Falange. Resultaba tan insólito el hecho de que alguien se aplicara a contemplar el fenómeno de la Falange hasta el punto de dedicarle un libro, que le pedí prestadas unas cuartillas y me las leí de un tirón, robando minutos a mi ajetreo. Las cuartillas estaban llenas de brío y no escasas de errores. Pérez de Cabo, en parte, quizá por la poca difusión de nuestros textos; en otra parte, quizá –no en vano es español–, porque estuviera seguro de haber acertado sin necesidad de texto alguno, veía a la Falange con bastante deformidad. Pero aquellas páginas estaban escritas con buen pulso. Su autor era capaz de hacer cosas mejores. Y en esta creencia tuve con él tan largos coloquios, que en las dos refundiciones a que sometió su libro lo transformó por entero. Pérez de Cabo, contra lo que hubiera podido hacer sospechar una impresión primera, tiene una virtud rara entre nosotros: la de saber escuchar y leer. Con las lecturas que le suministré y con los diálogos que sostuvimos, hay páginas de la obra que sigue que yo suscribiría con sus comas. Otras, en cambio, adolecen de alguna imprecisión, y la obra entera tiene lagunas doctrinales que hubiera llenado una redacción menos impaciente. Pero el autor se sentía aguijoneado por dar su libro a la estampa, y ni yo me sentía con autoridad para reprimir su vehemencia, ni, en el fondo, renunciaba al gusto de ver tratada a la Falange como objeto de consideración intelectual, en apretadas páginas de letra de molde. El propio Pérez de Cabo hará nuevas salidas con mejores pertrechos; pero los que llevamos dos años en este afán agridulce de la Falange le agradecemos de por vida que se haya acercado a nosotros trayendo, como los niños un pan, un libro bajo el brazo. JOSË ANTONIO PRIMO DE RIVERA. (Prólogo al libro ¡Arriba España! de J. Pérez de Cabo. Agosto de 1935)
Volver al principio(Discurso pronunciado en el Parlamento el 8 de noviembre de 1935) El señor PRIMO DE RIVERA: Señores diputados, escuetamente: en la noche de anteayer a ayer han sido asesinados en Sevilla dos muchachos de la Falange. Se llamaban Eduardo Rivas y Jerónimo de la Rosa. ¿Señoritos fascistas? El uno, un modesto pintor; el otro, un humilde estudiante y empleado de ferrocarriles. ¿Se alistaron en la Falange por defender al capitalismo? ¡Qué tenían que ver ellos con el capitalismo! Si acaso padecerían alguno de sus defectos. Se alistaron en la Falange porque se dieron cuenta de que el mundo entero está en crisis espiritual, de que se ha roto la armonía entre el destino de los hombres y el destino de las colectividades. Ellos dos no eran anarquistas; no estaban conformes en que se sacrificase el destino de la colectividad al destino del individuo; no eran partidarios de ninguna forma de Estado absorbente y total; por eso no querían que desapareciese el destino individual en el destino colectivo. Creyeron que el modo de recobrar la armonía entre los individuos y las colectividades era este conjunto de lo sindical y lo nacional que se defiende, contra mentiras, contra deformaciones, contra sorderas, en el ideario de la Falange. Y se alistaron a la Falange, y salieron hace dos noches a pegar por Sevilla los anuncios de un periódico permitido. Y cuando estaban pegando los anuncios en la pared fueron cazados a mansalva; uno quedó muerto sobre la acera, y el otro murió en el hospital pocas horas después. Ya comprenderéis que no vengo a formular una "enérgica protesta", como es uso parlamentario; vengo a formular una acusación. En las calles de Sevilla se están sustanciando a tiros las cuestiones entre los bandos políticos desde hace más de un año. La Falange tiene el orgullo de decir que ni una sola vez ha iniciado las agresiones. La Falange puede decir que ni una sola vez se le ha probado una agresión. Muere un día un obrero alistado a la Falange; la ciudad entera señala como inductor del asesinato al partido comunista; no se cierra un solo Centro comunista, no se impone una sola sanción a ningún comunista conocido, no ocurre nada. A veces, los Tribunales logran hacer justicia; otras veces no lo logran. Pero a los pocos días, cuando ya van dos o tres agresiones contra los de la Falange, reciben unos tiros unos cuantos comunistas en la puerta de su Centro. (El señor Bolívar: "Fueron asesinados". –Fuertes protestas.) Sin más averiguaciones, el gobernador de Sevilla encarcela, no a los que presume autores –presunción que ante los tribunales se ha destruido–, sino a quince de los dirigentes de la Falange, e impone a cada uno 5.000 pesetas de multa y acuerda la clausura de todos los Centros de la provincia. Era tan injusta la multa, que el señor ministro de la Gobernación, a la sazón don Manuel Portela Valladares, sólo por una conversación mantenida conmigo revocó la multa de todos y mandó ponerlos en libertad. Pero, en cambio, vuelve ahora a caer muerto uno, y a las pocas horas otro, de los afiliados a la Falange. Parece que la imputación de represalia es bien clara; sin embargo, no se cierran los Centros comunistas, no se detiene a un solo comunista, no se impone una multa a ningún comunista. Es decir, que este gobernador de Sevilla, incapaz de garantizar por sí mismo la seguridad de la vida de los ciudadanos, ni siquiera tiene la que sería un poco salvaje gallardía de dejarlos que sustancien sus cuestiones por igual, sino que se dedica a hacer que un bando tenga que estar inerme, a hacer que un bando no tenga siquiera sitios de reunión donde poder ponerse de acuerdo unos cuantos para pegar carteles por las calles, y, en cambio, tiene todas las benevolencias para el otro. Esto, que sería en cualquier caso una dejación irritante de autoridad, que sería en cualquier caso una complicidad criminal con uno de los bandos, y cabalmente con el bando que ha iniciado las agresiones siempre, se agrava mucho más, señor ministro de la Gobernación y señores diputados todos –no sé, si acaso, con la excepción del señor Bolívar–, en las circunstancias presentes. En España se está agitando, cada vez más violento, un estado revolucionario terriblemente amenazador para los tradicionalistas y para vosotros, para los liberales burgueses, para los republicanos de izquierda. Aquí tengo, señor ministro de la Gobernación, una publicación no clandestina. Es un libro que se llama Octubre, y que he podido comprar pagando su precio. Al respaldo pone la imprenta donde se imprime; a la vuelta de la primera página dice la editorial que lo produce, y por si faltase algo, no más que frente a la declaración previa, se afirma que es un libro de acuerdos y de actitudes de la Juventud socialista, y que con tono oficial lo publica su presidente, nuestro compañero de Parlamento don Carlos Hernández Zancajo. En este libro, que no es una publicación clandestina, en la página 160 se estampan las conclusiones de la Federación de Juventudes socialistas. Quisiera que el señor presidente me permitiese leer tres o cuatro renglones, no más de una docena de renglones, en todo caso. Las conclusiones de las Juventudes socialistas son éstas: "Por la bolchevización del partido socialista. Expulsión del reformismo. Eliminación del centrismo de los puestos de dirección. Abandono de la II Internacional. Por la transformación de la estructura del partido –escuchad esto– en un sentido centralista y con un aparato ilegal". Esto no se dice en una publicación clandestina; se formula el propósito de crear un aparato ilegal por una asociación reconocida en un libro que todos podéis comprar por tres pesetas. "Por la unificación política del proletariado español en el partido socialista. Por la propaganda antimilitarista. Por la unificación del movimiento sindical. Por la derrota de la burguesía –en la que entráis vosotros– y el triunfo de la revolución bajo la forma de la dictadura proletaria".. A ver si vosotros, los republicanos de izquierda, estáis dispuestos a preferir esta o la otra dictadura. (Un señor diputado: "Ninguna".) Pues por eso os lo digo. "Por la reconstrucción del movimiento obrero nacional sobre la base de la revolución rusa." Y luego este párrafo: "Las Juventudes socialistas consideran como jefe e iniciador de este resurgimiento revolucionario al camarada Largo Caballero, hoy víctima de la reacción, que ve en él su enemigo, más firme". Este es el tono del movimiento revolucionario que se prepara; esto es lo que se agita cada vez más áspero, cada vez más hostil, cada vez más seco, bajo estas coaliciones, más o menos probables, de los socialistas como los republicanos de izquierda, esto: una dictadura de tipo asiático, ruso, sin el menor resto de aquella emoción sentimental que alentó en sus principios a los movimientos obreros. Esto es lo que se está preparando en España; esto es lo que está rugiendo bajo la indiferencia de España (Muy bien), y en muchas provincias de España donde no hay censura, y en otras donde la hay, se publican periódicos comunistas y casi todos los domingos se celebran mítines de propaganda comunista, donde hay puños en alto. Ante todo esto, todos vosotros estáis distraídos, y, perdóneme el señor n–finistro de la Gobernación, la censura cree que cumple con su deber, o el Gobierno delega su deber en la censura, haciéndole que tache noticias como esta del asesinato de mis dos magníficos camaradas de Sevilla, que sería muestra para impresionamos a todos, para avisaros a todos de lo que a todos se os va a venir encima. Por eso no reclamo para estos dos camaradas caídos el simple respeto que reclamaría ante cualquier ciudadano, por próximo que me fuera, si hubiera sido asesinado en la calle; reclamo vuestra gratitud y vuestra admiración, porque en medio de la distracción criminal de casi todos, están hombres humildes en la primera línea de fuego cayendo uno tras otro, muriendo uno tras otro, para defender a esta España que acaso no merece su sacrificio. (Aplausos.) Volver al principio
Ha hecho muy bien el S.E.U. en organizar este curso que hoy se inaugura. España necesita con urgencia una elevación en la media intelectual: estudiar es ya servir a España. Pero entonces, nos dirá alguno, ¿por qué introducís la política en la Universidad? Por dos razones: la primera, porque nadie, por mucho que se especialice en una tarea, puede sustraerse al afán común de la política; segunda, porque el hablar sinceramente de política es evitar el pecado de los que, encubriéndose en un apoliticismo hipócrita, introducen la política de contrabando en el método científico. Este riesgo es mayor para quienes se consagran al estudio del Derecho, ya que el Derecho, como vamos a ver esta tarde, recibe sus datos de la política. Por eso se impone una limpia delimitación de fronteras, para que cuando de una manera franca y bajo la responsabilidad de cada cual, nos movamos en el campo político, nadie intente pasar disfrazado de jurista. ¿Qué es el Derecho? El Derecho vivió largos siglos entre los hombres sin que nadie se formulara esta pregunta. Los primeros que se la formularon –dato significativo que debemos retener– no fueron los juristas, sino los filósofos. La oscuridad de las explicaciones sobre lo que el Derecho sea se debe a que se ha tardado miles de años en separar dos preguntas contenidas en aquella pregunta fundamental. Stammler esclarece esa dualidad cuando indaga primero el "concepto" del Derecho (reducción a unidad armónica de todas las características que diferencian a las normas jurídicas de otras manifestaciones próximas; es decir, algo, el hallazgo de aquello por lo que un cierto objeto de conocimiento pueda ser llamado "Derecho" con independencia, todavía, de ninguna valoración desde el punto de vista de lo justo); y después, la "idea" del Derecho (indagación del principio absoluto que sirve para valorar en cualquier tiempo la legitimidad de cualquier norma jurídica; esto es, definición de la justicia). El concepto del Derecho no lo hallamos entre las cosas determinadas por la ley de casualidad, sino por la ley de finalidad. El Derecho es, ante todo, un modo de querer, es decir, una disciplina de medios en relación a fines, ya que todo ingrediente psicológico de la voluntad es ajeno al concepto lógico del Derecho. Pero los modos de querer pueden referirse a la vida individual y a la vida social entrelazante. El Derecho pertenece a este segundo grupo. Sus normas, además, se imponen a la conducta humana con la aquiscencia o contra la aquiscencia de los sujetos a quienes se refieren; es decir: que el Derecho es autárquico. Y, por último, ha de distinguirse de lo arbitrario por una nota que, con ciertos distingos y esclarecimientos, puede llamarse la legitimidad (sentido invulnerable e inviolable). Luego el Derecho se nos presenta conceptualmente como un modo de querer, entrelazante,– autárquico, legítimo. Pero, ¿cuándo será justo? ¿Qué es la justicia? Pavorosa cuestión a la que sólo se ha dado respuesta trayendo nociones de fuera del Derecho. Así, el criterio de valoración de las normas jurídicas, a lo largo de la historia del pensamiento, se ha ido a buscar en cuatro fuentes. Toda la explicación de la idea de justicia se nos ha dado, o por referencia a un principio teológico, o por referencia a una cuestión metafísica, o por referencia a un impulso natural, o por referencia a una realidad sociológica. En el primer grupo, San Agustín y Santo Tomás (aunque éste indirectamente, y en gran parte adelantándose a los autores del cuarto grupo) señalan como pauta para valorar las normas de Derecho los preceptos de origen divino. Así, en San Agustín, la Civitas Dei es el modelo perfecto e inasequible de la Civitas Terrena. En el segundo grupo descuellan las construcciones de Platón, Kant y Stammler. Platón, por la teoría de las ideas y por la dialéctica del amor, llega a la Idea de las ideas: al Sumo Bien. La tendencia hacia este Sumo Bien es la justicia, conjunto de las tres virtudes de sabiduría, valor y templanza. Kant busca la norma de validez absoluta sobre un fundamento moral por haber llegado en la Crítica de la razón pura a descubrir la insuficiencia metafísica de los datos de la experiencia y de las formas a priori. Así, establece el imperativo categórico que se expresa en la fórmula: "Obra de modo que la razón de tus actos pueda ser erigida en ley universal". Stammler, queriendo ser más kantiano que Kant, pretende hallar, no por un camino ético, sino por un camino lógico, la idea, el ideal formal (no empírico) de todo Derecho posible; y la resume en aspiración a "una comunidad de hombres libres". En el tercer grupo entran las explicaciones, poco exigentes, de los romanos, que creyeron encontrar unas normas grabadas por la Naturaleza en el alma de todos los hombres. En la misma creencia descansaban las tendencias iusnaturalistas del siglo XIX y el romanticismo jurídico, que halló su exponente más alto en el maestro de la escuela histórica, Savigny. Por último, el cuarto grupo, de abolengo aristotélico, ve en el Derecho un producto social. Los positivistas, siguiendo a Compte, rechazaban, por anticientífico, todo intento de buscar al Derecho fundamentos filosóficos. Para ellos debía reducirse a ser el guardián de las condiciones de vida de la sociedad, ya que tales condiciones de vida lo han hecho posible. No obstante, el error inicial del positivismo –que desconoce la realidad positiva del sujeto pensante–, la escuela positivista produjo para el Derecho una obra maestra: la de Ihering. Ante explicaciones tan varias y traídas de tan lejos, se nos ocurre preguntar: ¿es que nuestra ciencia, el Derecho, carece de método propio, o es que no tiene linderos? ¿Nos será preciso, para aspirar a ser juristas, extender nuestros conocimientos a todo lo regido por las leyes de la casualidad y finalidad? La anchura del campo se nos presentaba como desalentadora. Hasta que la doctrina pura del Derecho expuesta por Kelsen ha venido a reducir el área de nuestra disciplina a su límite justo. El problema de la justicia –nos ha hecho ver– no es un problema jurídico, sino metajurídico. Los fundamentos absolutos que justifican el contenido de una legislación se explican por razones éticas, sociológicas, etc., situadas fuera del Derecho. El Derecho sólo estudia con método lógico las normas. Pero no en cuanto aconsejan una conducta, sino en cuanto asignan a cierto hecho condicionante cierta consecuencia coactiva. Las normas legales que imponen un comportamiento determinado no son aún jurídicas: son normas secundarias que concurren a completar el hecho condicionante. Así, cuando se dice: "El vendedor deberá entregar la cosa al comprador" –norma secundaria–, se establece un supuesto cuya infracción, precisamente, imputará al sujeto infractor el efecto de la norma propiamente jurídica. Así, cuando el vendedor no entregue la cosa, el Derecho dirá: "Puesto que Fulano, que debía entregar tal cosa –norma secundaria–, no la entregó –hecho condicionante que se le imputa–, deberá pagar daños y perjuicios" –coacción, consecuencia jurídica. En esta operación, puramente lógica, que realiza el Derecho, no se considera para nada el valor ético, social, etc., que puedan tener las normas secundarias. Ciertamente, se podrá pensar en esas cosas, pero fuera del método jurídico. Dentro de éste, cada norma encuentra su justificación formal en otra norma de jerarquía más alta dentro del sistema que le asignó por adelantado los efectos; así, los reglamentos reciben su fuerza de obligar de las leyes, y éstas, de la ley fundamental o Constitución. Pero ahí se acaban los recursos jurídicos. Para juzgar la Constitución, en su manera de expresar un ideal concreto de vida política, el Derecho carece de instrumentos, y por la misma razón, para juzgar del contenido ético de todas las normas que componen el sistema legal. El jurista tiene por única misión manejar el aparato jurídico positivo con el rigor con que se maneja un aparato de relojería, y sin invocación alguna– que sólo la pereza puede disculpar– a principios y verdades pertenecientes a disciplinas ajenas. ¿Quiere esto decir que el jurista habrá de mutilarse el alma? ¡Claro que no! Podrá, como todo hombre, aspirar a un orden más justo; pero no como jurista, sino como partidario de una tendencia religiosa, moral y –en lo que se refiere a la organización de la sociedad en Estado– política. He ahí la necesidad que todo jurista tiene de ser político, ya que, de no serio, se le reduce a la gloriosa y humilde artesanía de manejar un sistema de normas cuya justificación no le es lícito indagar. Pero seamos políticos confesando sinceramente que lo somos. No incitemos al fraude de quien decía profesar como único criterio político la juridicidad. Esto es un desatino, porque toda juridicidad presupone una política y no suministra instrumentos metódicos para construir otra. Seamos, pues, políticos, francamente, cuando nos movamos por inquietudes políticas; y luego, en nuestros trabajos profesionales, tengamos la pulcritud de no traer ingredientes de fuera. El juego impasible de las normas es siempre más seguro que nuestra apreciación personal, lo mismo que la balanza pesa con más rigor que nuestra mano. Cuidemos una técnica limpia y exacta, y no olvidemos que en el Derecho toda construcción confusa lleva en el fondo, agazapada, una injusticia. (Arriba, núm. 21, 28 de noviembre de 1935) Volver al principioSOBRE LA REFORMA AGRARIA
El señor PRIMO DE RIVERA: Aunque le pese al señor Rodríguez Jurado... (El señor Rodríguez Jurado: "Al señor Primo de Rivera, personalmente, le escucho con mucho gusto".) Mejor si no le pesa al señor Rodríguez Jurado. El tema de toda esta discusión creo que puede encerrarse en una pregunta: ¿Hace falta o no hace falta una Reforma agraria en España? Si en España no hace falta una Reforma agraria, si alguno de vosotros opina que no hace falta, tened el valor de decirlo y presentad un proyecto de ley, como decía el señor Del Río, que diga: "Artículo único. Queda derogada la ley de 15 de septiembre de 1932". Ahora, ¿hay alguno entre vosotros, en ningún banco, que se haya asomado a las tierras de España y crea que no hace falta una Reforma agraria? Porque no es preciso invocar ninguna generalidad demagógica para esto; la vida rural española es absolutamente intolerable. Prefiero no hacer ningún párrafo; os voy a contar dos hechos escuetos. Ayer he estado en la provincia de Sevilla: en la provincia de Sevilla hay un pueblo que se llama Vadolatosa; en este sitio salen a las tres de la madrugada las mujeres para recoger los garbanzos; terminan la tarea al mediodía, después de una jornada de nueve horas, que no puede prolongarse por razones técnicas, y a estas mujeres se les paga una peseta. (Rumores. El señor Oriol: "Mejor sería denunciar el hecho concreto, con nombres".) Otro caso de otro estilo. En la provincia de Avila –esto lo debe saber el señor ministro de Agricultura– hay un pueblo que se llama Narros del Puerto. Este pueblo pertenece a una señora que lo compró en algo así como ochenta mil pesetas. Debió de tratarse de algún coto redondo de antigua propiedad señorial. Aquella señora es propietaria de cada centímetro cuadrado del suelo; de manera que la iglesia, el cementerio, la escuela, las casas de todos los que viven en el pueblo, están, parece, edificados sobre terrenos de la señora. Por consiguiente, –ni un solo vecino tiene derecho a colocar los pies sobre la parte de tierra necesaria para sustentarle, si no es por una concesión de esta señora propietaria. Esta señora tiene arrendadas todas las casas a los vecinos que las pueblan, y en el contrato de arrendamiento, que tiene un número infinito de cláusulas, y del que tengo copia, que puedo entregar a las Cortes, se establecen no ya todas las causas de desahucio que incluye el Código Civil, no ya todas las causas de desahucio que haya podido imaginarse, sino incluso motivos de desahucio por razones como ésta: "La dueña podrá desahuciar a los colonos que fuesen mal hablados". (Risas y rumores.) Es decir, que ya no sólo entran en vigor todas aquellas razones de tipo económico que funcionan en el régimen de arrendamientos, sino que la propietaria de este término, donde nadie puede vivir y de donde ser desahuciado equivale a tener que lanzarse a emigrar por los campos, porque no hay decímetro cuadrado de tierra que no pertenezca a la señora, se instituye en tutora de todos los vecinos, con esas facultades extraordinarias, facultades extraordinarias que yo dudo mucho de que existieran cuando regía un sistema señorial de la propiedad. Pues bien: esto, que en una excursión de cien kilómetros se encuentra repetido por todas las tierras de España, nos convence, creo yo que nos convence a todos, de que en España se necesita una Reforma agraria. Ahora, entiendo que, evidentemente, la Reforma agraria es algo más extenso que ir a la parcelación, a la división de los latifundios, a la agregación de los minifundios. La Reforma agraria es una cosa mucho más grande, mucho más ambiciosa, mucho más completa; es una empresa atrayente y magnífica, que probablemente sólo se puede realizar en coyunturas revolucionarias, y que fue una de las empresas que vosotros desperdiciasteis a vuestro tiempo. (El señor Guerra del Río: "Exacto".) La Reforma agraria española ha de tener dos partes, y si no, no será más que un remedio parcial, y probablemente un empeoramiento de las cosas. En primer lugar, exige una reorganización económica del suelo español. El suelo español no es todo habitable, ni muchísimo menos; el suelo español no es todo cultivable. Hay territorios inmensos del suelo español donde lo mismo el ser colono que el ser propietario pequeño equivale a perpetuar una miseria de la que ni los padres, ni los hijos, ni los nietos se verán redirnidos nunca. Hay tierras absolutamente pobres, en las que el esfuerzo ininterrumpido de generación tras generación no puede sacar más que cuatro o cinco semillas por una. El tener clavados en esas tierras a los habitantes de España es condenarlos para siempre a una miseria que se extenderá a sus descendientes hasta la décima generación. Hay que empezar en España por designar cuáles son las áreas habitables del territorio nacional. Estas áreas habitables constituyen una parte que tal vez no exceda de la cuarta de ese territorio; y dentro de estas áreas habitables hay que volver a perfilar las unidades de cultivo. No es cuestión de latifundios ni de minifundios; es cuestión de unidades económicas de cultivo. Hay sitios donde el latifundio es indispensable –el latifundio, no el latifundista, que éste es otra cosa–, porque sólo el gran cultivo puede compensar los grandes gastos que se requieren para que el cultivo sea bueno. Hay sitios donde el minifundio es una unidad estimable de cultivo; hay sitios donde el minifundio es una unidad desastrosa. De manera que la segunda operación, después de determinar el área habitable y cultivable de España, consiste, dentro de esa área, en establecer cuáles son las unidades económicas de cultivo. Y establecidas el área habitable y cultivable y la unidad económica de cultivo, hay que instalar resueltamente a la población de España sobre esa área habitable y cultivable; hay que instalarla resueltamente, y hay que instalarla –ya está aquí la palabra, que digo sin el menor deje demagógico, sino por la razón técnica que vais a escuchar en seguida– revolucionariamente. Hay que hacerlo revolucionariamente, porque, sin duda, queramos o no queramos la propiedad territorial, el derecho de propiedad sobre la tierra, sufre en este momento ante la conciencia jurídica de nuestra época una subestimación. Esto podrá dolernos o no dolernos, pero es un fenómeno que se produce, de tiempo en tiempo, ante toda suerte de títulos jurídicos. En este momento la ciencia jurídica del mundo no se inclina con el mismo respeto de hace cien años ante la propiedad territorial. Me diréis que por qué le va a tocar a la propiedad territorial y no a la propiedad bancaria –a la que va a llegar su turno en seguida–; que por qué no le va a tocar a la propiedad urbana, a la propiedad industrial. Yo no soy el que lleva la batuta del mundo. (El señor Oriol de la Puerta: "La propiedad bancaria será la causante de eso".) Esa es la que vendrá en seguida. Pero yo no llevo la batuta del mundo. En este instante, la que está sometida a esa subestimación jurídica ante la conciencia del mundo es la propiedad territorial, y cuando esto ocurre, queramos o no queramos, en el momento en que se opera con este título jurídico subestimado, hay que proceder a una amputación económica cuando se quiere cambiar de titular. Esto ha ocurrido en la Historia constantemente; el señor Sánchez Albornoz, con mucha más autoridad que yo, lo decía. Hay un ejemplo más reciente que los que ha referido el señor Sánchez Albornoz: es el de la esclavitud. Nuestros mismos abuelos, y tal vez los padres de algunos de nosotros, tuvieron esclavos. Constituían un valor patrimonial. El que tenía esclavos, o los había comprado o se los habían adjudicado en la hijuela compensándolos con otros bienes adjudicados a los otros herederos. Sin embargo, hubo un instante en que la conciencia jurídica del mundo subestimó este valor, negó el respeto a este género de título jurídico y abolió la esclavitud, perjudicando patrimonialmente a aquellos que tenían esclavos, los cuales tuvieron que rendirse ante la exigencia de un nuevo estado jurídico. Pero es que, además de este fundamento jurídico de la necesidad de operar la Reforma agraria revolucionariamente, hay un fundamento económico, que somos hipócritas si queremos ocultar. En este proyecto del señor ministro de Agricultura se dice que la propiedad será pagada a su precio justo de tasación, y se añade que no se podrán dedicar más que cincuenta millones de pesetas al año a estas operaciones de Reforma agraria. ¿Qué hace falta para reinstalar a la población española sobre el suelo español? ¿Ocho millones de hectáreas, diez millones de hectáreas? Pues esto, en números redondos, vale unos ocho mil millones de pesetas; a cincuenta millones al año, tardaremos ciento sesenta años en hacer la Reforma agraria. Si decimos esto a los campesinos, tendrán razón para contestar que nos burlamos de ellos. No se pueden emplear ciento sesenta años para hacer la Reforma agraria; es preciso hacerla antes, más de prisa, urgentemente, apremiantemente, y por eso hay que hacerla, aunque el golpe los coja y sea un poco injusto, a los propietarios terratenientes actuales; hay que hacerla subestimando el valor económico, como se ha subestimado el valor jurídico. Vuestra revolución del año 31 pudo hacer y debió hacer todas estas cosas. (Asentimiento.) Vuestra revolución, en vez de hacerlo pronto y en vez de hacerlo así, lo hizo a destiempo y lo hizo mal. Lo hizo con una ley de Reforma agraria que tiene, por lo menos, estos dos inconvenientes: un inconveniente, que en vez de querer buscar las unidades económicas de cultivo y adaptar a estas unidades económicas las formas más adecuadas de explotación, que serían, probablemente, la explotación familiar en el minifundio regable y la explotación sindical en el latifundio de secano –ya veis cómo estamos de acuerdo en que es necesario el latifundio, pero no el latifundista–, en vez de esto, la ley fue a quedarse en una situación interina de tipo colectivo, que no mejoraba la suerte humana del labrador, y, en cambio, probablemente le encerraba para siempre en una burocracia pesada. Eso hicisteis, e hicisteis otra cosa: hicisteis aquello que da más argumentos a los enemigos de la ley Agraria del año 32: la expropiación sin indemnización de los grandes de España. No todos los grandes de España están tan faltos de servicios a la patria, señor Sánchez Albornoz. (El señor Sánchez Albornoz: "Lo he reconocido".) Tiene razón el señor Sánchez Albornoz; pero repare, además, en esto: lo que era preciso haber escudriñado no es la condición genealógica (El señor Sánchez Albornoz: "Estamos de acuerdo, y he presentado una enmienda".) sino la licitud de los títulos, y por eso había en la ley un precepto que nadie puede reputar de injusto, que era el de los señoríos jurisdiccionales. Yo celebro que el señor Sánchez Albornoz haya explicado, mucho mejor que yo, la transmutación que se ha operado con los señoríos jurisdiccionales. Traía apuntado en mis notas lo necesario para decirlo. Los señoríos jurisdiccionales, por una obra casi de prestidigitación jurídica, se transformaron en señoríos territoriales; es decir, trocaron su naturaleza de títulos de Derecho público en títulos de Derecho privado patrimonial. Naturalmente, esto no era respetable; pero no era respetable en manos de los grandes de España, como no era respetable en otras manos cualesquiera. En cambio, fuisteis a tomar una designación genealógica y a fijaros en el nombre que tenían derecho a ostentar ciertas familias, e incluisteis junto a algunos que tenían viejos señoríos territoriales a algunos de creación reciente, a algunos que paradójicamente habían sido elevados a la grandeza de España precisamente por sus grandes dotes de cultivadores de fincas. No era buena, por esas cosas, la ley del año 32; pero esta que vosotros (Dirigiéndose a la Comisión) traéis ahora no se ha traído jamás en ningún régimen, y si queréis repasar en vuestra memoria lo que hizo la Monarquía francesa restaurada después de la Revolución, veréis que no llegó, ni mucho menos, en sus proyectos revolucionarios, a lo que queréis llegar vosotros ahora, porque vosotros queréis borrar todos los efectos de la Reforma agraria y queréis establecer la norma fantástica de que se pague el precio exacto de las tierras, pero con todas esas características: justiprecio en juicio contradictorio, pago al contado, pago en metálico, y si no en metálico, en Deuda pública de la corriente, de ésta que va a crear el señor Chapaprieta dentro de unos días, no ya pagando el valor nominal de las fincas en valor nominal de títulos, sino al de cotización, lo cual equivale a otro aumento del veinte por ciento de sobreprecio, aproximadamente, y después con una facultad de disponer libremente de los títulos que se obtengan. Comprenderéis que así es un encanto hacer una ley de Reforma agraria; en cuanto se compre la totalidad del suelo español y se reparta, la ley es una delicia; pero esto termina en una de estas dos cosas: o la ley de Reforma agraria, como dije antes, es una burla que se aplaza por ciento sesenta años, porque se va haciendo por dosis de cincuenta millones, y entonces no sirve para nada, o de una vez se compra toda la tierra de España, y como la economía no admite milagros, el papel, que representa un valor que solamente habéis trasladado de unas manos a otras, deja de tener valor, a menos que hayáis descubierto la virtud de hacer con la economía el milagro divino de los panes y de los peces. Esto es lo que tenía preparado para dicho en un turno de totalidad a vuestro proyecto. Vosotros pensadlo. Este proyecto se mantendrá en pie, naturalmente, hasta la próxima represalia, hasta el próximo movimiento de represalias. Vosotros, que sois todavía los continuadores de una revolución, aunque esto vaya sonando cada día un poco más raro, habéis tenido que hacer frente a dos revoluciones, y no más que hoy nos habéis anunciado una tercera. Cuando está en perspectiva una tercera revolución, ¿creéis que va a detenerla, que es buena política la vuestra para detenerla haciendo la afirmación más terrible de arriscamiento quiritario que ha pasado jamás por ninguna Cámara del mundo? Hacedlo. Cuando venga la próxima revolución, ya lo recordaremos todos, y probablemente saldrán perdiendo los que tengan la culpa y los que no tengan la culpa. (Muy bien.) 24 DE JULIO DE 1935 El señor PRIMO DE RIVERA: El señor Alcalá Espinosa ha tenido la amabilidad de decir que mis puntos de vista acerca de la Reforma agraria eran pintorescos, y eran pintorescos, a juicio del señor Alcalá Espinosa (El señor Alcalá Espinosa: "No lo tome a mal su señora".), porque para llevar a cabo una Reforma agraria reclamaba la previa delimitación del área habitable y cultivable del suelo español. Si el señor Alcalá Espinosa hubiese prestado la atención que he prestado yo al discurso del señor Florensa, encontraría la contestación a ese juicio suyo en varios pasajes del discurso del señor Florensa, muy fértiles en enseñanzas. (El señor Alcalá Espinosa: "¿Me permite su señoría? Es que su señoría se contradice al pedir con urgencia una Reforma agraria, y, al propio tiempo, lo otro. Por lo demás, ¿qué duda tiene?") Yo rogaría al señor Alcalá Espinosa que pusiera en relación algunos pasajes de ese discurso con que nos ha deleitado y aleccionado a todos el señor Florensa. El señor Florensa ha hecho un discurso magnífico; con esa capacidad de expresión en castellano que sólo saben alcanzar los catalanes inteligentes, y en ese magnífico discurso, que yo hubiera aplaudido con fervor si hubiera podido separar la admiración literaria de la coincidencia política, en ese magnífico discurso nos dijo, entre otras cosas, estas dos cosas extremadamente interesantes: nos dijo, con tal fuerza expresiva que hizo pasar ante nuestras mentes incluso el espectáculo físico de lo que describía, que en la cuenca del Ebro hay tierras feraces, extensas tierras feraces, yermas por falta de brazos que las cultiven, y en otro pasaje, que una de las primeras cosas que hay que hacer antes de una Reforma agraria es revalorizar los productos agrícolas. Yo, que estoy dispuesto a admitir en economía agraria todas las lecciones del señor Florensa (El señor Florensa: "No puedo darle ninguna"), le preguntaría: ¿No atribuye en mucho el señor Florensa la depreciación de los productos agrícolas al hecho de que se destinen a su producción tierras estériles, o casi estériles? (El señor Florensa: "Sí".) ¿No es, en grandísima parte, culpa de que nuestros trigos cuesten a cuarenta y ocho, cuarenta y nueve o cincuenta pesetas el quintal el que se dediquen a producirlos tierras que nunca debieron dedicarse a eso? (El señor Florensa: "Absolutamente de acuerdo".) Pues si hay tierras feraces sin brazos que las cultiven y tierras dedicadas a cultivos absurdos, en una ambiciosa, profunda, total y fecunda Reforma agraria había que empezar por trazar el área cultivable y habitable de la Península española. (El señor Alcalá Espinosa: "Yo no me opongo a eso; pero es que estamos hablando aquí de cortar la propiedad y del inventario".) A esta primera operación, que ahora se encuentra respaldada no menos que por la autoridad del señor Florensa, la llamaba, con risueña facundia, el señor Alcalá Espinosa, literatura pintoresca. Esta es la primera operación. Y la segunda operación es la de instalar de nuevo sobre las tierras habitables y cultivables a la población española. Decía el señor Alcalá Espinosa: "El señor Primo de Rivera pide que esto se haga mediante una terrible revolución." ¿Por qué terrible? Mediante una revolución. Ahora bien: en esta palabra revolución, que es perfectamente congruente con mi posición nacionalsindicalista, que todos tenéis la amabilidad de conocer, posición que no sé por qué amable licencia situó el señor Sánchez Albornoz a la derecha de la política española, en este concepto de revolución, lo que yo envuelvo no es el goce de ver por las calles el espectáculo del motín, de oír el retemblar de las ametralladoras ni de asistir al desmayo de las mujeres, no; yo no creo que ese espectáculo tenga especial atractivo para nadie; lo que envuelvo en el concepto de revolución, y así tuve el honor de explicar ayer ante la Cámara, es la atenuación de la reverencia que se tuvo a unas ciertas posiciones jurídicas; es decir, la actitud de respeto atenuado a unas ciertas posiciones jurídicas que hace cuarenta, cincuenta o sesenta años se estimaban intangibles. El señor Florensa, con su admirable habilidad dialéctica, nos ha hecho la defensa del agricultor, la defensa del que se expone a todos los riesgos, a todas las pérdidas, por enriquecer el campo; pero el señor Florensa sabe muy bien que una cosa es el empresario agricultor y otra el capitalista agrario. Estas son funciones muy diversas en la economía agraria y en todas, como puede verse, sin necesidad de más razonamientos, con una sencillísima consideración. El gerente de una explotación grande aplica una cantidad de experiencias, de conocimientos, de dotes de organización, sin los cuales probablemente la explotación se resentiría; en tanto que si todos los capitalistas agrarios, que si todos los propietarios del campo se decidieran un día a inhibirse de su función, que consiste, lisa y llanamente, en cobrar los recibos, la economía del campo no se resentiría ni poco ni mucho; las tierras producirían exactamente lo mismo; esto es indudable. Pues bien: si todavía en esta revisión de valores jurídicos que yo ayer comprobaba no ha llegado la subestimación en grado tan fuerte al empresario agrícola, al gestor de explotaciones agrícolas, es indudable que por días va mereciendo menos reverencia ante el concepto jurídico de nuestro tiempo el simple capitalista del campo; es decir, aquel que por virtud de tener unos ciertos asientos en el Registro de la Propiedad puede exigir de sus contemporáneos, puede exigir de quien se encuentre respecto de él en una cierta relación de dependencia, una prestación periódica. (El señor Alcalá Espinosa: "¿Por qué disocia su señoría los asientos del Registro de la Propiedad de la gerencia de la empresa agrícola? No veo la incompatibilidad, ni las dos figuras opuestas".) ¡Si esto no lo digo yo! ¡Si, como dije ayer, yo no llevo la batuta del mundo! (El señor Alcalá Espinosa: "Pero ¡si es que no pasa así! Esta es la realidad".) Esto se hace así en el mundo y yo no tengo la culpa. (El señor Alcalá Espinosa: "Pero ¡si es que no pasa así, señor Primo de Rivera!") El señor Alcalá Espinosa considera que esto no pasa así; yo le digo que sí pasa así. (El señor Alcalá Espinosa: "Pasa alguna vez".) Y éste era el sentido de la ley de Reforma agraria del año 32 y el sentido de todas las leyes de Reforma agraria, y esto es así por una razón simplicísima: porque es que esta función indispensable del gerente, esta función que se retribuye y respeta, está condicionada, como todas las funciones humanas, por una limitación física, y si puede discutirse si el gerente es necesario en una explotación de quinientas, de seiscientas, de dos mil, de cuatro mil hectáreas, es evidente que nadie está dotado de tal capacidad de organización, de tal acervo de experiencias y de conocimientos como para ser gerente de ochenta, noventa, cien mil hectáreas en territorios distintos. (El señor Alcalá Espinosa: "Repare su señoría en que...") Déjeme hablar su señoría para que concluya mi argumentación. Y como, queramos o no queramos, cada día será más indispensable cumplir una función en el mundo para que el mundo nos respete, el que no cumpla ninguna función, el que simplemente goce de una posición jurídica privilegiada, tendrá que resignarse, tendremos que resignamos, cada uno en lo que nos toque, a experimentar una subestimación y a sufrir una merma en lo que pase de cierta medida en la cual podamos, evidentemente, cumplir una función económica; de ahí en adelante, el exceso ha de ser objeto de una depreciación considerable. Pero éste es el fundamento de la ley de Reforma Agraria del 32 y de todas las leyes de Reforma Agraria. Esto es lo que traía a la Cámara, con una cierta ingenuidad, en el supuesto de que se pretendía reformar una ley defectuosa de Reforma Agraria para hacer otra; es decir, creyendo que en el ánimo de la Cámara flotaba como primera decisión la de llevar a cabo una Reforma Agraria. Hoy me he convencido de que no, y tiene muchísima razón el señor Alcalá Espinosa cuando me tacha de pintoresco. No se trata, ni en poco ni en mucho, de hacer una Reforma Agraria. Este proyecto que estamos discutiendo, en medio de todo su fárrago, de toda su abundancia, de todo su casusmo, no envuelve más ni menos que un caso en que se permite al Estado la expropiación forzosa por causas de utilidad social. ¡Para este viaje no se necesitaban alforjas! Porque la declaración de utilidad pública –y eso lo saben todos los abogados que forman parte de esta Cámara– es incluso una de las facultades discrecionales de la Administración, una de las facultades contra las cuales no se da el recurso contencioso-administrativo; de manera que, realmente, con que para cada finca de éstas que se van a incluir se hubiera dictado una disposición que le declarara de utilidad pública en cuanto al derecho a expropiaría, estábamos al otro lado y nos hubiéramos ahorrado todos los discursos. Esta no es una Reforma Agraria: es la anulación de toda Reforma Agraria, de todo propósito de Reforma Agraria, y su sustitución por un caso más privilegiado que ninguno de expropiación forzosa por causa de utilidad pública o social; un caso especial de expropiación, en que va a retribuirse al expropiado sin consideración alguna a si la finca que se expropia sirve o no para la Reforma Agraria, porque no ha sido precedida de ninguna suerte de catálogo o de clasificación respecto a si era expropiable, cultivable y habitable. Este era el problema, y yo, ayer, después que tuvisteis la benevolencia de escucharme y el gusto de escuchar a los demás señores diputados que hablaron en este mismo sentido, después que nos escuchasteis y nos felicitasteis en los pasillos con una efusión que no olvidaremos nunca, creí que nuestras razones os habían hecho algún efecto. Esta tarde he comprobado que no ha sido así. La ovación que habéis tributado al señor Florensa no era como aquella a que yo hubiera tenido el gusto de sumarme, de admiración a sus dotes oratorias, literarias, de inteligencia y de dialéctica; eran unos aplausos de total conformidad política. Y después el espectáculo de vuestras risotadas, de vuestros gritos y vuestras interrupciones demuestran que no tenéis en poco ni en mucho la intención de hacernos caso a los que venimos con estas consideraciones prudentes. Haced lo que os plazca, como ayer os dije. Si queréis anular la ley de Reforma Agraria, hacedlo bajo vuestra responsabilidad. Y ateneos a las consecuencias. (Rumores. El señor Rodríguez Jurado: "Su señoría olvida las ocupaciones temporales mantenidas en el proyecto". Siguen los rumores Volver al principio
A esta misma hora se estarán celebrando en España centenares de mítines. El tema de todos estos mítines es el tema de actualidad: las elecciones. Quizá alguno de vosotros haya venido por curiosidad a este mitin pensando: ¿Qué nos contarán de las elecciones los de la Falange? Pues bien: los de la Falange no tenemos que decir todavía nada de las elecciones, porque para nosotros, sobre esta actualidad del domingo está la actualidad angustiosa y permanente que viene acongojándonos desde hace más de un siglo, la actualidad angustiosa y permanente de que no tenemos España. No tenemos España. Esto es lo importante en vísperas de las elecciones. Vosotros ya sabéis cómo entendemos nosotros a España. España no es sólo esta tierra; para los más, escenario de un hambre de siglos. España no es nuestra sangre, porque España tuvo el acierto de unir en una misma gloria a muchas sangres distintas. España no es siquiera este tiempo ni el tiempo de nuestros padres, ni el tiempo de nuestros hijos; España es una unidad de destino en lo universal. Esto es lo importante. Eso que nos une a todos y unió a nuestros abuelos y unirá a nuestros descendientes en el cumplimiento de un mismo gran destino en la Historia. Y España no será nada mientras no recobre la conciencia y el ímpetu de esa unidad perdida. Por eso, mientras los demás piensan en elecciones y en componendas y en candidaturas, en entregarse a encasillados, y mientras desde el Ministerio de la Gobernación se desentierran las más viejas costumbres para hacer una mayoría a gusto del Gobierno, nosotros andamos de tierra en tierra, viajando en trenes incómodos, bajo la lluvia y con el barro hasta las rodillas para gritaros: devolvednos a nuestra España... Y en esto estamos solos. Fuera de nosotros, ved los partidos en dos bandos: las izquierdas, insolidarias con el pasado; las derechas, insolidarias con el presente. Las izquierdas, que lo entregan todo al azar de las urnas, a la suerte de las urnas, aunque salgan de las urnas desmembraciones y blasfemias. Las izquierdas, que dicen: "Sea lo que quiera el cuerpo electoral", como si el cuerpo electoral, como si nosotros, los que votamos ahora, fuéramos los autores de España; como ' si pudiéramos hacer de esto, que se nos entregó por el esfuerzo difícil de tantas generaciones, lo que nos viniese en gana en un domingo; como si no nos importase a todos, más que la voluntad del cuerpo electoral entero, la voluntad de Isabel la Católica. ¿Y las derechas? Las derechas, sí, invocan a la Patria, invocan a las tradiciones; pero son insolidarias con el hambre del pueblo, insolidarias con la tristeza de esos campesinos que aquí, en Andalucía, y en Extremadura y en León, siguen viviendo –decía Julio Ruiz de Alda– como se vivía hace quinientos años; siguen viviendo –os digo yo– como desde la creación del mundo viven algunas bestias. Y esto no puede ser así. No se puede ensalzar a la Patria y sentirse exento de sus sacrificios y de sus angustias; no se puede invitar a un pueblo a que se enardezca con el amor a la Patria si la Patria no es más que la sujeción a la tierra donde venimos padeciendo desde siglos. No se puede invocar a la Patria y gritarnos ahora, en la ocasión difícil: "¡Que se nos hunde la Patria! ¡Que perdemos los mejores valores espirituales!", cuando quienes lo dicen nos han puesto en esta coyuntura, en este inminente peligro, por no votar un aumento de impuestos sobre los Bancos y las grandes fortunas. Nosotros no nos conformamos con ninguna de esas dos mitades. No creímos que fuera remedio para el primer bienio el segundo. No creemos que después del bienio cruel haya sido ninguna ventaja el bienio estúpido que ahora enterramos. No creemos que, si se ha sido tuerto del ojo derecho durante dos años, se arregle nada con volverse tuerto del ojo izquierdo. Queremos ver una España entera, armoniosa, fuerte, profunda y libre: libre como Patria, que no soporte mediatizaciones extranjeras ni trato colonial en lo económico, ni tenga sus fronteras y sus costas desguarnecidas, y libre para cada uno de sus hombres, porque no se es libre por tener la libertad de morirse de hambre formando colas a las puertas de una fábrica o formando cola a la puerta de un colegio electoral, sino que se es libre cuando se recobra la unidad entera: el individuo, como portador de un alma, como titular de un patrimonio; la familia, como célula social; el Municipio, como unidad de vida, restaurado otra vez en su riqueza comunal y en su tradición; los Sindicatos, como unidad de la existencia profesional y depositarios de la autoridad económica que se necesita para cada una de las ramas de la producción. Cuando tengamos todo esto, cuando se nos integre otra vez en un Estado servidor el destino patrio, cuando nuestras familias y nuestros Municipios, y nuestros Sindicatos, y nosotros, seamos, no unidades estadísticas, sino enteras unidades humanas, entonces, aunque no formemos cola a las puertas de los colegios para echar los papelitos que acaso nos obligaron a echar nuestros usureros o nuestros amos, entonces sí podremos decir que somos hombres libres. Pero por eso estamos solos y por eso nuestra tarea es cada vez más difícil. No nos quiere ninguno. No nos quiere este Gobierno de ahora, que ha sido acogido por nosotros con tanta sospecha como con alegría lo han acogido los separatistas catalanes; este Gobierno de ahora, que, como dirigido por hombre cauto, veréis cómo no comete con nosotros ningún atropello de frente; pero veréis cómo nos aburre con vejaciones policíacas; veréis cómo no nos deja exhibir las camisas; veréis vosotros, representantes de diversas J.0.N.S., cómo dentro de unos días, o de unas semanas, empieza a llegar a vuestros centros la policía y a encontramos unas pistolas en el sitio donde menos os imaginabais que hubiera pistolas; y veréis cómo el hallazgo de esas pistolas sirve para que os clausuren los centros y os metan en la cárcel. Veréis cómo dentro de poco nos levantan la previa censura; pero siempre hay algún fiscal que a la hora de salir nuestro periódico lo denuncia para que lo recoja en la imprenta la Policía. Veréis cómo en cada uno de nuestros pasos tropezamos con una dificultad, y veréis cómo el Gobierno sigue diciendo al final, como máxima justificación de sus persecuciones, que nos tratan igual que a los socialistas, cuando, aunque esto fuera verdad, sería una monstruosidad tremenda, porque los socialistas se alzaron hace un año contra la unidad de España, contra la espiritualidad y la tradición de España, y nosotros dejamos a cuatro de nuestros muertos, cara al sol de España, defendiendo sus tradiciones y su unidad. Y tenemos en contra a los partidos revolucionarios. ¿Sabéis por qué? No porque seamos reaccionarios –bien lo saben ellos–, sino por lo contrario precisamente; porque saben que nosotros no somos revolucionarios como esos que empiezan a ser revolucionarios para acabar encaramándose sobre sus compañeros de revolución y pasear el triunfo final en automóviles oficiales de veinte mil duros. Muchos de nosotros saldremos perdiendo muchísimo, saldremos acaso perdiendo todo, el día en que triunfe nuestra revolución, y, sin embargo, la queremos porque sabemos que no nos sirve de nada conservar unos años más una situación de privilegio si perdemos a España. Y como sabemos y como lo decimos, y como lo decimos sinceramente –porque esto se les nota a las personas en la cara–, los jefecillos revolucionarios no quieren que lleguemos hasta los obreros, y nos separan de los obreros con una serie de recriminaciones y de calumnias. Pero nosotros nos entenderemos con los obreros, nos entenderán los obreros, nos acercaremos a ellos; ya empezamos a acercarnos; ya, por de pronto, mirad cómo en las mejores capas españolas, en las capas españolas que guardan esa vena inextinguible del heroísmo individual que conquistó América, se ha entrado en contacto con nosotros; se ha entrado a tiros, sí, y esto no importa; el entrar a tiros es una manera de entenderse. Nosotros acabaremos por entendemos con estos que hoy dialogan con nosotros a tiros; lo que sentiríamos es que se interpusieran en nuestras luchas esas caducas costumbres de la vieja política o la injerencia, que rechazamos, de este Estado llamado a desaparecer. Nosotros, que hemos andado a tiros por las calles, que acaso seguiremos a tiros, que tendremos que caer y hacer caer a otros, nosotros, ahora, lo que no queremos es que intervenga en nuestras cosas el Estado caduco y liberal. Y nosotros –vosotros lo sabéis bien, hermanos de Sevilla–, que no hemos rechazado nunca una lucha de frente, no nos importa, en esta mañana de domingo, ser los primeros en pedir el indulto de Jerónimo Misa. Y estarán contra nosotros los del lado derecho, estos que no nos perdonan que el 7 de diciembre de 1933, recién ganadas las elecciones por ellos, según dijeron por todos los ámbitos de la península, proclamásemos que aquella victoria era una victoria sin alas, que de ella no saldría nada bueno, que esa victoria se desperdiciaría. Fuimos unos aguafiestas; pero fuimos aguafiestas iluminados, porque ahora, cumplidos dos años del vaticinio, hemos podido sacar intacto el artículo que escribimos en el primer número de F.E., para decirles: "¡Veis cómo vuestra victoria era una victoria inútil!" Y cuando ahora, el 17 de noviembre, antes de la última crisis, nosotros lanzamos ante un auditorio de 15.000 personas en Madrid la idea del Frente Nacional, contra el peligro amenazador de la manera rusa, asiática, comunista, materialistas, de entender el mundo, cuando nosotros lanzamos esa idea, han bastado unas semanas para que se nos apoderen del Frente Nacional sin pronunciar siquiera nuestro nombre, pero no para apoderarse del nombre y de la idea, que esto nos parecería muy bien, porque no vamos a poner vanidad literaria en la idea y en el nombre, sino para que a la sombra del Frente Nacional se empiece a urdir otra vez aquella Unión de Derechas que en noviembre de 1933 supo obtener la victoria sin alas. Pues bien: nosotros, que hemos acampado bajo estas banderas, que hemos requerido a todos para ser los primeros o los últimos –que esto no nos importa– en esta lucha trágica, decisiva, por España, acompañados o solos, seguiremos en nuestro puesto: unas veces seremos más, otras veces seremos menos. Se nos irá desprendiendo toda la ganga de los curiosos, de los cobardes, de los noveleros, de los que acudieron porque era moda hablar del Estado corporativo o ponerse una camisa de un solo color. No importa. Quedaremos los necesarios, los fervientes. Pasarán épocas en que la Prensa capitalista, que ventea un ridículo mitin donde 400 personas han tenido la desgracia de oír durante una hora toda una sarta de sandeces, podrá callar los mítines nuestros, donde vienen miles de almas militantes dispuestas a la lucha. No importa, seguiremos en nuestro sitio. Irá caducando todo lo demás por su propia virtualidad de fracaso y nosotros seguiremos nutriendo bajo esta tierra esta semilla de las horas futuras; y las camisas que hoy escondemos bajo las chaquetas a la vigilancia de la autoridad gubernativa saldrán un día luciendo al sol y vosotros, camaradas de Sevilla, los primeros en el sacrificio, que habéis visto clarear vuestras filas con tantos nombres de mártires, vosotros tendréis puesto de honor para el desfile en la alegre mañana de España. (Arriba, núm. 25, 26 de diciembre de 1935)
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Testamento que redacta y otorga José Antonio Primo de Rivera y Sáenz de Heredia, de treinta y tres años, soltero, abogado, natural y vecino de Madrid, hijo de Miguel y Casilda (que en paz descansen), en la Prisión Provincial de Alicante, a dieciocho de noviembre de mil novecientos treinta y seis. Condenado ayer a muerte, pido a Dios que si todavía no me exime de llegar a ese trance, me conserve hasta el fin la decorosa conformidad con que lo preveo y, al juzgar mi alma, no le aplique la medida de mis merecimientos, sino la de su infinita misericordia. Me acomete el escrúpulo de si será vanidad y exceso de apego a las cosas de la tierra el querer dejar en esta coyuntura cuentas sobre algunos de mis actos; pero como, por otra parte, he arrastrado la fe de muchos camaradas míos en medida muy superior a mi propio valer (demasiado bien conocido de mí, hasta el punto de dictarme esta frase con la más sencilla y contrita sinceridad), y como incluso he movido a innumerables de ellos a arrostrar riesgos y responsabilidades enormes, me parecía desconsiderada ingratitud alejarme de todos sin ningún género de explicación. No es menester que repita ahora lo que tantas veces he dicho y escrito acerca de lo que los fundadores de Falange Española intentábamos que fuese. Me asombra que, aun después de tres años, la inmensa mayoría de nuestros compatriotas persistan en juzgarnos sin haber empezado ni por asomo a entendernos y hasta sin haber procurado ni aceptado la más mínima información. Si la Falange se consolida en cosa duradera, espero que todos perciban el dolor de que se haya vertido tanta sangre por no habérsenos abierto una brecha de serena atención entre la saña de un lado y la antipatía de otro. Que esa sangre vertida me perdone la parte que he tenido en provocarla, y que los camaradas que me precedieron en el sacrificio me acojan como el último de ellos. Ayer, por última vez, expliqué al Tribunal que me juzgaba lo que es la Falange. Como en tantas ocasiones, repasé, aduje los viejos textos de nuestra doctrina familiar. Una vez más, observé que muchísimas caras, al principio hostiles, se iluminaban, primero con el asombro y luego con la simpatía. En sus rasgos me parecía leer esta frase: "¡Si hubiésemos sabido que era esto, no estaríamos aquí!" Y, ciertamente, ni hubiéramos estado allí, ni yo ante un Tribunal popular, ni otros matándose por los campos de España. No era ya, sin embargo, la hora de evitar esto, y yo me limité a retribuir la lealtad y la valentía de mis entrañables camaradas, ganando para ellos la atención respetuosa de sus enemigos. A esto tendí, y no a granjearme con gallardía de oropel la póstuma reputación de héroe. No me hice responsable de todo ni me ajusté a ninguna otra variante del patrón romántico. Me defendí con los mejores recursos de mi oficio de abogado, tan profundamente querido y cultivado con tanta asiduidad. Quizá no falten comentadores póstumos que me afeen no haber preferido la fanfarronada. Allá cada cual. Para mí, aparte de no ser primer actor en cuanto ocurre, hubiera sido monstruoso y falso entregar sin defensa una vida que aún pudiera ser útil y que no me concedió Dios para que la quemara en holocausto a la vanidad como un castillo de fuegos artificiales. Además, que ni hubiera descendido a ningún ardid reprochable ni a nadie comprometía con mi defensa, y sí, en cambio, cooperaba a la de mis hermanos Margot y Miguel, procesados conmigo y amenazados de penas gravísimas. Pero como el deber de defensa me aconsejó, no sólo ciertos silencios, sino ciertas acusaciones fundadas en sospechas de habérseme aislado adrede en medio una región que a tal fin se mantuvo sumisa, declaro que esa sospecha no está, ni mucho menos, comprobada por mí, y que sí pudo sinceramente alimentarla en mi espíritu la avidez de explicaciones exasperada por la soledad, ahora, ante la muerte, no puede ni debe ser mantenida. Otro extremo me queda por rectificar. El aislamiento absoluto de toda comunicación en que vivo desde poco después de iniciarse los sucesos sólo fue roto por un periodista norteamericano que, con permiso de las autoridades de aquí, me pidió unas declaraciones a primeros de octubre. Hasta que, hace cinco o seis días, conocí el sumario instruido contra mí, no he tenido noticia de las declaraciones que se me achacaban, porque ni los periódicos que las trajeron ni ningún otro me eran asequibles. Al leerlas ahora, declaro que entre los distintos párrafos que se dan como míos, desigualmente fieles en la interpretación de mi pensamiento, hay uno que rechazo del todo: el que afea a mis camaradas de la Falange el cooperar en el movimiento insurreccionar con "mercenarios traídos de fuera". Jamás he dicho nada semejante, y ayer lo declaré rotundamente ante el Tribunal, aunque el declararlo no me favoreciese. Yo no puedo injuriar a unas fuerzas militares que han prestado a España en Africa heroicos servicios. Ni puedo desde aquí lanzar reproches a unos camaradas que ignoro si están ahora sabia o erróneamente dirigidos, pero que a buen seguro tratan de interpretar de la mejor fe, pese a la incomunicación que nos separa, mis consignas y doctrinas de siempre. Dios haga que su ardorosa ingenuidad no sea nunca aprovechada en otro servicio que el de la gran España que sueña la Falange. Ojalá fuera la mía la última sangre española que se vertiera en discordias civiles. Ojalá encontrara ya en paz el pueblo español, tan rico en buenas calidades entrañables, la Patria, el Pan y la Justicia. Creo que nada más me importa decir respecto a mi vida pública. En cuanto a mi próxima muerte, la espero sin jactancia, porque nunca es alegre morir a mi edad, pero sin protesta. Acéptela Dios Nuestro Señor en lo que tenga de sacrificio para compensar en parte lo que ha habido de egoísta y vano en mucho de mi vida. Perdono con toda el alma a cuantos me hayan podido dañar u ofender, sin ninguna excepción, y ruego que me perdonen todos aquellos a quienes deba la reparación de algún agravio grande o chico. Cumplido lo cual, paso a ordenar mi última voluntad en las siguientes CLÁUSULAS Primera. Deseo ser enterrado conforme al rito de la religión Católica, Apostólica, Romana, que profeso, en tierra bendita y bajo el amparo de la Santa Cruz. Segunda. Instituyo herederos míos por partes iguales a mis cuatro hermanos: Miguel, Carmen, Pilar y Fernando Primo de Rivera y Sáenz de Heredia, con derecho de acrecer entre ellos si alguno me premuriese sin dejar descendencia. Si la hubiere dejado, pase a ella en partes iguales, por estirpes, la parte que hubiera correspondido a mi hermano premuerto. Esta disposición vale aunque la muerte de mi hermano haya ocurrido antes de otorgar yo el testamento. Tercera. No ordeno legado alguno ni impongo a mis herederos carga jurídicamente exigible; pero les ruego: A) Que atiendan en todo con mis bienes a la comodidad y regalo de nuestra tía María Jesús Primo de Rivera y Orbaneja, cuya maternal abnegación y afectuosa entereza en los veintisiete años que lleva a nuestro cargo no podremos pagar con tesoros de agradecimiento. B) Que, en recuerdo mío, den algunos de mis bienes y objetos usuales a mis compañeros de despacho, especialmente a Rafael Garcerán, Andrés de la Cuerda y Manuel Sarrión, tan leales durante años y años, tan eficaces y tan pacientes con mi nada cómoda compañía. A ellos y a todos los demás, doy las gracias y les pido que me recuerden sin demasiado enojo. C) Que repartan también otros objetos personales entre mis mejores amigos, que ellos conocen bien, y muy señaladamente entre aquellos que durante más tiempo y más de cerca han compartido conmigo las alegrías y adversidades de nuestra Falange Española. Ellos y los demás camaradas ocupan en estos momentos en mi corazón un puesto fraternal. Por todo lo cual les doy desde ahora las más cordiales gracias. Y en estos términos dejo ordenado mi testamento en Alicante el citado día dieciocho de noviembre de mil novecientos treinta y seis, a las cinco de la tarde, en otras tres hojas además de ésta, todas foliadas, fechadas y firmadas al margen. 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